Sin embargo, desde México, puedo decir que se equivocan en más de un sentido.
Las persecuciones de baja intensidad no matan el cuerpo, pero adormecen el alma del católico con nefastas consecuencias para la vida personal, de la sociedad y de la Iglesia. Sería bueno que se vieran en el espejo de la catolicidad mexicana.
El catolicismo vergonzante es el mayor problema de la catolicidad mexicana. Impide el testimonio integral de la fe y, en consecuencia, la plena participación ciudadana para incidir de manera importante en la cultura y las relaciones sociales.
Mal de males pues, en estos momentos, México sufre de un déficit de ciudadanía en general para enfrentar la crisis cuyo nombre es “corrupción” y su apellido “violencia”.
México es un país en el cual casi veinte millones de peregrinos visitan a la Virgen de Guadalupe cada año y, sin duda, son buenos católicos; pero esa fuerza no incide directamente para formar una mejor ciudadanía capaz cambiar la realidad del país.
El catolicismo vergonzante es resultado de dos grandes persecuciones religiosas en México.
La primera, abierta y muy violenta (1914-1938), nos legó el testimonio de muchos mártires.
Su objetivo es domesticar a los católicos, para expulsar al cristianismo del espacio público y extirparlo del corazón de cada ciudadano. Se expresa inequívocamente en políticas públicas, medios educativos, académicos, intelectuales y de comunicación, acompañados por leyes limitativas contra la libertad religiosa, listas para alzarse amenazantes cual guadaña para cortar cabezas.
Precisamente lo que en estos momentos se vive con intensidad creciente en Estados Unidos y Europa Occidental.
Ninguna persecución es buena, pero la de baja intensidad es devastadora en el mediano y largo plazo, pues termina por contar con la colaboración del mismo católico tomando formas vergonzantes.
La persecución de baja intensidad la hemos vivido en México por décadas, hasta acostumbrarnos a verla como algo natural e incluso necesario. Pero es una mentira monumental. La condición de existencia de una sociedad democrática y plural es que cada persona se exprese y participe en libertad desde su propia cultura. Y la religión, bien sabemos, es cultura en movimiento.
Este encuentro en la sociedad civil necesita del espacio de la razón, del respeto y la razonabilidad (la triple “R” como me gusta llamarle).
Por lo mismo, el daño causado al católico es tremendo porque la nuestra es la religión del encuentro dialogante entre la razón y la fe. Un católico así limitado se convierte en un ciudadano lisiado.
Sin embargo, lo que explica no justifica. Mucho menos cuando las condiciones de existencia del católico están cambiando, poco a poco, dentro y fuera de la Iglesia en México.
Por un lado, el Concilio Vaticano II, la riqueza del magisterio latinoamericano expresado en la CELAM de Aparecida (Brasil, 2007), más la existencia de un laicado bien capacitado para la vida cívica, han generado una nueva catolicidad dispuesta al diálogo, al encuentro y la participación ciudadana para anunciar la esperanza y dar batalla contra la cultura del descarte que convierte a las personas en simples cosas desechables.
Hoy, la única explicación cierta a la existencia del catolicismo vergonzante está en el corazón de cada católico, de manera muy especial en los laicos que se desarrollan en el mundo académico, intelectual, en los medios de comunicación. Ha llegado el momento de sacudirnos temores, alegrarnos con la fe y meterle inteligencia, para coadyuvar a generar una ciudadanía entusiasmada con la paz y la justicia, como Dios manda.
El Papa Francisco nos ha llamado a ser fieles al Evangelio para ser misioneros de la misericordia en medio de un mundo lastimado.
Es hora de vestirnos de esperanza, único traje a la medida del cristiano.
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