Quedaron muy atrás las secuencias del cine cómico donde un camarote minúsculo o un taxi se la arreglaban para contener poblaciones innumerables. Eso de cualquier modo era una metáfora surreal, lo de ahora es algo distinto, el caos en una cáscara de nuez por así decirlo.
El Metro es la ciudad, y en el Metro se escenifica el sentido de la ciudad, con su menú de rasgos característicos: humor callado o estruendoso, fastidio docilizado, monólogos corales, silencio que es afán de comunicarse telepáticamente con uno mismo, tolerancia un tanto a fuerzas, contigüidad extrema que amortigua los pensamientos libidinosos, energía que cada quien necesita para retenerse ante la marejada, destreza para adelgazar súbitamente y recuperar luego el peso y la forma habituales.
Si es falso que donde comen diez comen once, es verdad que donde se hallan mil se acomodarán diez mil, el espacio es más fértil que la comida, un pensamiento arrincona al vecino, y la mente en blanco le devuelve su crédito a la inocencia.
¿Cómo que dos objetos no pueden ocupar el mismo lugar al mismo tiempo?
En el Metro, la estructura molecular detiene su imperio universal, las anatomías se funden como si fuesen esencias espirituales, y las combinaciones transcorporales se imponen.
Somos tantos que el pensamiento más excéntrico es compartido por millones.
Somos tantos que a quién le importa si otros piensan igualo distinto.
Somos tantos que el verdadero milagro ocurre al cerrar la puerta de la casa o del apartamento, cuando resulta que allí el número disminuye.
Los prejuicios pasan a ser comentarios privados y la demografía toma el lugar de las tradiciones, y del pasado esto recordamos: había menos gente, y las minorías antiguas (en relación a las mayorías del presente) con tal de compensar su deficiencia numérica solían entretenerse fuera de su domicilio.
Fue entonces, en la vida en la calle, cuando tuvo su auge la claustrofobia, decretada por la necesidad del aire libre, de lo que no era ni podía ser subterráneo, ni admitir la comparación del descenso a los infiernos. Luego vino el Metro, y puso de moda la agorafobia.
¿Es posible el ligue en el Metro?
Muchos dicen que sí, que es lo más fácil, que, si el Metro reconstruye la ciudad y escenifica por su cuenta a la calle, incluye por fuerza al sexo en sus variadas manifestaciones.
En el Metro la especie vuelve al desorden que niega el vacío, y eso permite las insinuaciones, el arrejunte que es lascivia frustrada por la indiferenciación, el faje discreto, el faje obvio, las audacias, las transgresiones. Todo da lo mismo.
El Metro anula la singularidad, el anonimato, la castidad, la cachondería; todas ésas son reacciones personales en el horizonte donde los muchos son el único antecedente de los demasiados. Aquí entrar o salir da lo mismo.
En el Metro, la novedad perenne es la nación que cabe en un metro cuadrado. Acorde con tal prodigio hospitalario, cada vagón es metáfora bíblica que le halla un hueco a los solitarios, a las parejas, a las familias, a las tribus, a las generaciones.
En el Metro, se disuelven las fronteras entre un cuerpo y otro, y allí sí que todos se acomodan.










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