Primero, las tensiones ideológicas, que se vuelven violencia. Y segundo, las sociedades occidentales, que están en un proceso de conflicto interno imparable. Hoy todo converge en un mismo camino de disturbios civiles, gran guerra, gran tribulación.
El asesinato de Charlie Kirk, no es una noticia más. Es una señal de esas que no se pueden ignorar. Tenía apenas 31 años, era esposo, padre de dos hijos, cristiano. Desde muy joven se convirtió en un referente de millones de chicos en Estados Unidos, por su batalla cultural.
Y el 10 de septiembre de 2025, en pleno acto público, un disparo certero en el cuello acabó con su vida. El FBI encontró el rifle a 200 metros. Y la bala tenía grabados mensajes pro transgénero y antifascistas.
Donald Trump, quien se había salvado de un atentado similar, decretó duelo. Obispos y pastores pidieron oraciones.
Ese contraste lo dice todo: mientras unos lloraban su muerte, otros la festejaban.
Es el espejo de la guerra cultural que vivimos en occidente.
Charlie era un joven educado, de familia, cristiano, que defendía la fe sin violencia. Era una muestra de que se puede ser joven, y rechazar la ideología woke sin miedo, sin vergüenza, y con argumentos sólidos.
Charlie recorría universidades. Montaba una mesa, abría el micrófono y decía:
“Pregunten lo que quieran”.
Y cientos de jóvenes se acercaban. Algunos lo desafiaban con enojo. “¿Por qué estás contra el matrimonio gay?”, “¿Qué tienes contra el feminismo?”, “¿Por qué dices que la ideología de género es falsa?”
Y él respondía con calma, con datos, sin gritos.
Y ese estilo lo hizo muy peligroso para la izquierda radical porque no podían pintarlo, sin más, como un intolerante, ni como un supremacista. La frescura de su estilo mostraba que se puede ser firme sin odio, y eso era lo que más irritaba a sus adversarios.
Pero hoy llegamos a un punto en que la confrontación de ideas deja de ser algo pacífico. Lo vimos en la reacción posterior a su asesinato. Miles de usuarios celebraron su muerte en las redes. Algunos decían: “los oprimidos tienen derecho a usar la violencia”.
Otros justificaban el crimen como una forma de justicia social. Páginas vinculadas a Black Lives Matter defendían el asesinato como una respuesta legítima a su “odio”.
Pero Kirk no fue el único. Semanas antes, también en EE.UU., la activista provida ucraniana Iryna Zarutska fue degollada en un tren.
Y el patrón se repite:Opositores atacados brutalmente, y después celebrados en redes por sus enemigos ideológicos.
Ese es el salto decisivo, cuando se empieza a pensar que matar al que piensa distinto, no sólo es aceptable, sino necesario.
Y en Alemania parece ocurrir algo igual de inquietante. En las semanas previas a las elecciones locales de 2025, murieron once candidatos de la oposición. Siete de ellos eran del partido AfD, la única fuerza política que cuestiona en serio, la agenda progresista en el país.
Las causas oficiales: infartos, enfermedades repentinas, incluso suicidios.
Pero los números no cierran.
Estadísticos calcularon que la probabilidad de que algo así ocurriera naturalmente era casi nula: una probabilidad de 1 en más de 1 millón.
En otras palabras, imposible. Y la comparación histórica es inevitable.
En la República de Weimar, antes del ascenso del nazismo, también hubo una ola de asesinatos políticos que desestabilizó al país. Si unimos lo de Estados Unidos y lo de Alemania, el panorama es claro. Estamos ante un patrón global.
Líderes que incomodan al sistema progresista son eliminados, de una manera u otra.
En Estados Unidos, con un disparo. En Alemania, muertes “naturales” en cadena.
El resultado es el mismo: callar a la oposición.
Y lo peor no es solo la violencia, sino que se transformó en parte del paisaje.
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