Mario está feliz porque le pudo dar una mejor vida a su hijo Arturo.
Mario voltea y a lo lejos ve
que “La Hacienda Sinaloa”, la más grande para organizar eventos sociales en las
afueras de Culiacán, está completamente llena de juegos infantiles, mesas de
comida e invitados.
Mario se acerca con su hijo
Arturo quien está jugando a los apaches con Julián, su mejor amigo de la
escuela.
—¡Papá,
tú eres de mi bando! —grita el pequeño Arturo a su padre.
Los dos menores se han puesto
en la cara pintura negra y en sus respectivas cabezas un cucurucho con
serpentinas, que nada tienen que ver con los apaches, pero que los niños creen
que sí se ven como tales.
El amigo de Arturo, Julián,
saca una pistola de agua, dispara y se tapa la boca simulando el sonido gutural
de los indígenas de Arizona.
—Un
momento —dice Mario al niño,— me parece que los apaches no usaban pistola, sino
flechas
—Entonces
juguemos “policías y ladrones” —dice Arturo con emotividad.
—Como estamos
en los ranchos de Culiacán, mejor jugaremos a los “del Ejército y a los narcos”
—dice Julián y se para con una pose altanera.
Mario
hace su cabeza para atrás, un ademán en señal de asombro. Un niño de 10 años
está hablando de jugar con una realidad tan cruel pero cierta de México.
—¿Y
por qué vamos a jugar eso? —pregunta Mario al niño.
—Mi
papá dice que en Sinaloa sólo mandan los narcos y los del ejercito los
obedecen.
—Sí,
pero no crees que mejor… —Mario se rasca la cabeza— mejor, mejor jugamos a la
Guerra de las Galaxias, ¿les parece?
Como si nunca hubiera
pronunciado nada, los dos niños se pelean la pistola de juguete y de repente el
chorro de agua va a dar a una niña de dos años que estaba jugando por el lugar.
Mario tuvo un recuerdo, la misma escena: sus dos hermanos mayores hicieron lo
mismo, jugando con una pistola, pero esa vez real, mataron por accidente a un
peón del rancho de su abuelo, quien, gracias a que éste último tenía ciertas
influencias con el gobernador se pudo librar de los problemas legales dando una
buena indemnización a la familia del empleado.
Mario sólo tenía cinco años,
pero recuerda con horror la sangre en la cabeza, cara, y pecho que escurrió
hasta llegar al piso de ese trabajador que minutos antes había cargado a Mario
haciéndole “avioncito”.
—¿Qué
te pasa Papá? ¿por qué tienes esa cara?
—Me
acordé de algo. Mejor ya no jueguen con esa pistola. —Mario contesta
dirigiéndose a los dos menores.
—Tiene
razón, mejor vamos al brincolín. Ya no quiero jugar al Ejercito y a los narcos.
Porque mi abuelito lo mataron ellos. —afirma Julián ante la mirada triste de
Mario quien con pocos segundos después de razonar le pregunta:
—¿Quiénes,
Julián? ¿los que se visten con color verde o los otros?
—Los
dos. Los de las camionetas grandes y los de las camionetas de color verde.
Ellos empezaron a dar balazos cuando mi abuelito que iba conmigo y mi mamá, me
abrazó y yo sólo sentí el calor de su cuerpo, me aplastó su cuerpo pero yo
viví, bueno eso es lo que dice mi mamá.
—Mejor
vayan al brincolín —dice consternado Mario a los niños.
—Sí,
yo miraré al cielo y cuando salgan las primeras estrellas le voy a dedicar unas
palabras a mi abuelo… ¿cree usted, señor Mario, que las personas que se van al
cielo nos cuidan desde las estrellas? —pregunta Julián mientras vuelve la
mirada hacía Mario después de haber visto el cielo.
—Creo
que los que estamos vivos, debemos cuidar a los que también están vivos, no
dejando que tomen un arma, sea de juego o de verdad —suspira Mario— espero que
tengan un buen día en el trampolín, niños, y disfruten la vida.
Mario entendió que el próximo mes
le propondrá al gobernador del estado un plan para cambiar armas por
computadoras nuevas. Porque Mario es el secretario de Educación Pública del
conflictivo Sinaloa, la tierra de “El Chapo”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario