Cambia de novio por uno con mejor estatus (aunque sea engañoso) y el novio se convierte sólo en una mampara para cumplir con un rol social.
Y el hombre, por su lado, busca una mujer físicamente hermosa, sensual, que sea una compañía que incite la admiración de los demás, que le otorgue estatus de poder y respeto, aunque no la ame.
Y no importa que esa belleza sea artificialmente evidente, producto del bisturí, mientras genere admiración.
Por ejemplo, una mujer operada con senos de silicón puede ser identificada con facilidad, pero no por eso deja de ser deseada.
El hombre que tiene éxito con las mujeres es aquel que les brinda esa separación emocional, esa individualidad cerrada e impenetrable. La mujer se emboba ante ese derroche de libertad brindada por el macho, pero se auto engaña porque no es posible pensar que sea gratuita.
Por su lado, el hombre astuto y moderno maneja sus otras historias y aprovecha esas distancias en el camino a lo que pareciera ser una poligamia mutuamente conveniente. Y muchos se podrán alarmar al leer esta aseveración, pero no cuesta mucho pensar, que ya en el mundo occidental se vive quizás de manera mojigata, una poligamia no formal, ni socialmente aceptada, pero sé real y visible.
Es la poligamia en la que el amor no interesa, sino que el sexo se plantea como eje central de contacto y de relación entre las personas.
Es el precio que se paga por no tener que darle explicaciones a la pareja, por poder conservar en amplitud y auto engaño, la libertad mal entendida de la modernidad o de la posmodernidad si así lo prefiere.
En palabras de una joven poeta costarricense:
“Hay días que te quiero/ y otros en los que pierdo el derecho” (Alejandra Castro, No sangres).
Y no hablamos de las preferencias sexuales como el homosexualismo o el lesbianismo, sino de las nuevas posibilidades heterosexuales como los swingers o en lenguaje común, la legitimación de compartir a la pareja.
Es desde una perspectiva individualista, la idea de poseer otros cuerpos pero de continuar con la relación base, sin compromisos adquiridos.
El fenómeno swingers es la solución a esa ansiedad moderna por poseer, en el vertiginoso ritmo de vida contemporáneo, a otros cuerpos, pero no de comprometer con esos otros cuerpos una filiación mayor que la meramente sexual; es la búsqueda de ampliar los placeres sexuales; no de ampliar los lazos amorosos que puedan exponer la propia sensibilidad.
Y digámoslo con claridad: es también la forma de hacer visibles, pero permitidos, los inevitables engaños y traiciones que viven, enmarañados en la modernidad, los amantes en este milenio.
La forma de superar emocionalmente el engaño de vivir una relación sin amor, porque el amor, como se viene afirmando, se ahoga en esa urgencia material y egoísta que predomina.
El amor sigue siendo el fantasma. Ya no se justifican las relaciones por el amor que se le tiene a la otra persona, al contrario, como hemos visto, solo se justifican en términos materiales, de estatus personal, de individualidad.
En "El Arte de amar", Erich Fromm plantea con certeza que el amor al final es admiración hacia el otro. Pero la admiración que domina en este momento ya no es la que tiene que ver con la inteligencia, la sensibilidad, de la otra persona, su vocación humanista o espiritual, sino que se justifica en lo material.
El amor, entendido como el máximo sentimiento que pueda tener una persona, es suprimido y sustituido por razones de estatus y aceptación, por el dinero que aparentemente genera comodidad y estabilidad, pero que en el fondo sigue produciendo separación, angustia emocional, engaños colectivos, vacíos existenciales, negación de lo espiritual y, en consecuencia, negación de la propia naturaleza humana.
Es la muerte del amor real y el nacimiento del amor conveniente, especie extraña que se desvirtúa en su raíz. El amor por su propia naturaleza no es conveniente, no existe.
El amor es invisibilizado en estos tiempos, se pasea triste y reprimido como un fantasma que no puede salir a la calle, porque teme ser apedreado y humillado, y en consecuencia, llegar a sentir ese dolor insoportable del que ama y es traicionado por quien es la razón de su existir, de su amor.
Pareciera ser la elección entre vivir sin amor o morir con él. Pareciera ser el momento de cantar con Joaquín Sabina:
“Y morirme contigo si te matas y matarme contigo si te mueres, porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren".
Y por eso no es difícil entender que las canciones de amor inunden el repertorio musical, en función de presentarse como esa anestesia colectiva contra un mal vivencial, de todos los días, un mal que se introyecta en forma de contradicción, de infeliz incoherencia que corroe los cimientos del ser humano.
Tampoco es de extrañar que surjan también nuevas expresiones musicales que escriban sobre esa realidad, al final de cuentas nuevas expresiones culturales que intentan visualizar esta desafortunada etapa de la muerte del amor.
La época del romanticismo cedió y la poesía ahora prefiere hablar de amor frustrado, inconexo, desilusionado. Por eso parafraseando de nuevo a Sabina tal vez sea permisible decir que “el asesino sabe más de amor que el poeta”.
Estamos de frente al asesinato del amor y ni el poeta lo puede salvar.
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