Alrededor de este fenómeno, la libertad sexual se amplía con gran gusto y ligereza, y los mitos -tanto como la confusión que generan- nacen, se reproducen y crecen como la mala hierba.
Las enseñanzas van y vienen y se revuelven con los mitos. El tamaño del pene no importa ni es significativo según los sexólogos y profesionales médicos, pero en el vox populi es todo lo contrario y, en la televisión y los medios, puede ser importante pero no. ¿Entonces?
Las mujeres más que nunca ansían su independencia e individualidad como algo básico, impostergable, innegociable, eje de su vida y de todo pensamiento emancipador.
Los hombres que no pretenden amar tampoco lo discuten; están encantados porque pueden jugar al amor con más facilidad y sin compromisos. Ceder algo de esa individualidad no es entendido como hacer comunión de dos, sino división de dos.
El amor es solo un fantasma legitimador, un utilitario persuasivo para obtener lo deseado. El amor se extravía fácilmente y las pasiones fluyen sin cauce, ni pretenden tenerlo.
“Te amo”, “te quiero”, son expresiones fuertes y obsoletas, demasiado fuertes, que son útiles sólo en situaciones extremas, para recuperar ese placer que de repente amenaza con irse.
El amor en sí mismo deja de existir.Es un espécimen poco claro, confuso y amenazador que no es útil -como si debiera serlo- ni mucho menos práctico para llevar una vida propia llena de placer, simple placer. Solo es útil, como ya afirmamos, para persuadir o convencer (alias engañar).
Amar es un lujo que ya nadie puede o quiere darse, es como decimos: una amenaza.
Y es que, indudablemente, el crecimiento personal se empareja inevitablemente al crecimiento material. Es la época del consumismo y de la imagen.
Existen bienes imprescindibles, infaltables, para saberse “alguien”.
Un espacio propio (casa, apartamento, casa de playa, acciones de un club, etc.) puede ser necesario, pero se lleva al más allá. Ya no se requiere el espacio para cultivarse, sino para mostrarse.
Asistimos a la época de bienes que se vuelven impostergables, como si pasaran a ser de la canasta básica, como la belleza y el reconocimiento.
Entonces nos encontramos con el boom de la cirugía plástica. Ya no solamente la naturaleza define lo que es bello, sino que la cirugía permite modificar la apariencia.
Los programas de televisión abundan y muestran con toda amplitud los procesos y dolores de estos “cambios extremos”, en los que la vanidad es justificada con el decir más contradictorio de todos: “lo hago para sentirme mejor”.
Mejor dicho:
“Me hago una cirugía plástica para sentirme mejor porque sentirme mejor no depende de mí, sino de la aceptación de los demás”.
En síntesis, nos encontramos en la época en que lo bello, lo espiritual y lo emocional, está siempre predeterminado por lo material.
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